Huellas en la Antártida II. Del turismo y otras invasiones
Nueva entrada sobre la Antártida, en la que se plantean las principales amenazas para la conservación de uno de los territorios más sensibles del planeta y el más recientemente expuesto a la influencia humana.
Como ya hemos comentado en la primera entrada de esta serie para Espores, en 200 años la presencia humana en la Antártida ha pasado de ser inexistente a un hecho habitual, y nuestra huella en las últimas cinco décadas es ya un hecho muy evidente.
Un continente aislado
Hasta hace cincuenta años, la Antártida (entendida como las tierras al sur del paralelo 60º) era el paradigma del ecosistema prístino, apartado de la influencia humana. Durante 30 millones de años la Antártida ha sido un continente aislado por la gran distancia que lo separa de otras tierras: unos 1.000 Km en la Península Antártica y 2.500 en la Antártida continental. Y aislado igualmente por los patrones de circulación atmosférica y de las corrientes marinas que dificultan la llegada de semillas y esporas desde otras latitudes. Por si fueran pocas dificultades, el clima extremo que se da en el territorio limita fuertemente el éxito de la colonización de los pocos seres vivos que logran llegar hasta allí. Estas circunstancias han conformado una flora y fauna muy limitada, con especies de ciclos de vida cortos y capaces de soportar el frío y la falta de agua líquida.
Deschampsia antartica (abajo a la derecha) una de las dos plantas vasculares nativas de la Antártida, junto a los briófitos Sanionia uncinata y Polytrichastrum alpinum. Foto: Belén Albertos.
Líquen del género Usnea. Foto Allan Jeffs.
Los ecosistemas terrestres antárticos se caracterizan por estar dominados por criptógamas e invertebrados, que muchas veces se denominan plantas y animales inferiores, para desesperación de los que nos dedicamos a su estudio. Estos grupos de seres vivos (briófitos, microartrópodos y también algas, líquenes y bacterias) de gran simplicidad estructural y generalmente ninguneados por buena parte de la sociedad, logran triunfar en las condiciones más adversas, en las que sus primos más sofisticados y famosos, fracasan. Parece que cuanto más complejo el problema, más simple la solución acertada.
El factor humano
Con la conquista de la Antártida, el hombre ha ganado otro terreno para el conocimiento y el desarrollo de la ciencia y también para el ocio moderno. Pero ¿cómo encajar esta presencia humana en un territorio que supuestamente debemos preservar? En la mayoría de los ecosistemas, el hombre forma parte del engranaje desde hace miles de años y, aunque es necesario mantener la influencia humana en unos niveles tolerables para el buen funcionamiento del sistema, no suele ser razonable, ni útil, ni viable, la eliminación total del factor humano. Sin embargo, en la Antártida la situación es otra. El hombre no forma parte de la historia del continente, no hasta hace 200 años y, por lo tanto, cualquier tipo de presencia humana es en sí misma una agresión.
Instalaciones abandonadas en la base antártica chilena Luis Risopatrón. Foto Rosa Jijón.
Por desgracia, la agresión humana puede desarrollarse sin necesidad de presencia física (véase el caso del cambio climático), mientras que la evaluación de los daños generados en la Antártida difícilmente puede hacerse sin la presencia de científicos midiendo, por ejemplo, el retroceso de los glaciares. El caso es que la ciencia y la Antártida están irremediablemente unidas desde la firma del Tratado Antártico, y por ello (y por la lucha que subyace por el control de este nuevo territorio) la presencia humana es también un hecho irrenunciable.
Y entonces llegó el turismo
A pesar que periódicamente surgen voces que abogan por la limitación de las visitas a las actividades estrictamente científicas, lo cierto es que el turismo está a caballo entre la actividad económica y la libre circulación de ciudadanos, y cerrar la Antártida al público es una decisión difícil de justificar. Por otro lado, la experiencia nos señala que la gente no protege lo que desconoce o considera ajeno, y el conocimiento y la implicación de la sociedad suelen ser grandes aliados de la conservación.
Turistas desembarcando en un islote de las Islas Shetland del Sur. Foto Rosa Jijón.
La actividad turística en la Antártida comenzó a finales de los años 50 cuando Chile y Argentina incluyeron pasajeros de pago en buques de avituallamiento de las estaciones científicas. Luego vinieron barcos específicamente construidos para este tipo de viajes, mezcla de crucero y viaje educativo, que denominaron expedition cruising. A mediados de los 80 surgieron también los viajes a tierra para hacer escalada, esquí, etc. Estas primeras actividades económicas carecían de regulación real, puesto que no existía una jurisdicción clara ni normas de uso consensuadas. Durante la temporada 1991-92, cuando los turistas anuales apenas llegaban a 6.500 y los operadores turísticos eran solo 7, se fundó la IAATO (International Asociation of Antarctica Tour Operators), con el fin de regular sus actividades y supervisar sus buenas prácticas. En la actualidad, la IAATO, está presente en las reuniones consultivas del Tratado Antártico como experto invitado y representa a más de 100 compañías que llevan 37.000 turistas al año.
La oferta turística antártica va desde el crucero sin visitas a tierra, hasta expediciones al Polo Sur geográfico y viajes privados en barco o avión, pero la opción más demandada es la de los cruceros que salen desde los puertos de Ushuaia (Argentina) y Punta Arenas (Chile) en buques con un pasaje inferior a 200 personas, que tienen autorizado el desembarco en la Antártida. Esta opción de crucero con paseos tiene un precio que oscila entre los 5.000 y 40.000 $ por 12 a 17 días de viaje. Las principales zonas de desembarco cuentan en la actualidad con una guía para la visita editada por el Tratado Antártico que recoge una serie de limitaciones sobre el cupo diario de visitas, el número de personas que se permite en tierra simultáneamente, las zonas que no están abiertas al tránsito, la distancia que debe guardarse en todo momento con los animales y periodos diarios de descanso para la fauna y flora.
En la Antártida marítima el hielo se retira en buena medida durante el verano. Foto Isla Greenwich. Autor: Belén Albertos
Los turistas y operadores, independientemente del tamaño del barco o campamento, no pueden dejar ningún tipo de residuos en tierra: todo resto de la actividad humana debe confinarse al propio barco. Los residuos orgánicos se liberan en alta mar y los demás residuos son transportados de vuelta. Lo que no pueden llevarse a casa, inevitablemente, son las pisadas de los pasajeros, especialmente agresivas en los lugares donde el hielo se retira en verano, es decir, en las Islas Shetland del Sur, la Península Antártica y resto de la Antártida marítima. Pero de estas huellas, hablaremos en otra ocasión.
A esta presión turística debemos sumarle las 75 bases científicas que acogen a 4.000 científicos y personal de apoyo al año. Porque, aunque los turistas hayan aumentado exponencialmente, los científicos estamos más tiempo y nos movemos por tierra mucho más que ellos. Sin duda, las áreas más degradadas de la Antártida se encuentran en el entorno de las bases y la mayoría de ellas se encuentran en la zona más accesible y también más sensible, la misma zona preferida por los operadores turísticos. Y turistas y científicos, lógicamente, también coincidimos en viajar a la Antártida durante el verano austral (diciembre a marzo), que todo cunde más con más luz y menos hielo.
Peligro de invasión
Además de los daños directos causados por el trasiego de personas, uno de los peligros que más preocupa en la actualidad es la entrada de especies invasoras en la Antártida, que alteren la composición de su peculiar flora y fauna terrestres. Por un lado, las alteraciones de los ecosistemas suponen que las especies nativas sensibles a esos cambios reduzcan su rango geográfico natural y, por otro lado, la misma influencia humana que trae la alteración, trae también la propagación accidental (o no) de especies foráneas. Aquellas que son capaces sobrevivir en un rango de condiciones muy amplias, llamadas generalistas, pueden instalarse con éxito en detrimento de las especies nativas, y darse un proceso denominado homogeneización biótica que conlleva una reducción drástica de la biodiversidad.
Poa annua se considera un riesgo real para las comunidades terrestres antárticas. Foto: Iryna Kozeretska.
Este peligro se ve agravado en un escenario de cambio climático como el actual, en el que se prevé un aumento de las temperaturas. El calentamiento facilita el asentamiento de especies para las que hasta el momento la Antártida era un lugar demasiado frío. El aumento de la cantidad de agua líquida disponible también puede dar mayor capacidad de competencia a las especies introducidas frente a las nativas. El resultado, según algunos autores, es que la probabilidad de asentamiento de nuevas especies en la Antártida es ahora 100 veces superior al esperable por procesos de dispersión naturales.
La situación es relativamente buena todavía, al menos en comparación con zonas aledañas. Mientras en la zona subantártica (entre los 48º y 54º de latitud Sur), con más presencia humana y desde hace más tiempo y con un clima más benigno, se contabilizan casi 200 especies invasoras, en la Antártida solo se han confirmado cinco especies: dos invertebrados (Eretmoptera murphyi y Christensenidrilus blocki) y tres gramíneas (Poa annua, P. pratensis y P. trivialis).
Y es que la introducción de especies es una gran especialidad humana. Incluso cuando no lo pretendemos, llevamos semillas, huevos y esporas en los zapatos, hay insectos en la madera con la que construimos y en los embalajes. Nuestro querido velcro, presente en casi cualquier abrigo de montaña es, en realidad, un artefacto para el transporte de frutos y semillas. En la actualidad, los buques y todo el material que se lleva a la Antártida es sometido a protocolos de limpieza que intentan minimizar la entrada de nuevas especies que puedan llegar a asentarse. La vestimenta humana se aconseja que sea usada únicamente en la Antárttida: a los turistas se la proporciona la compañía y los científicos, si no tenemos un equipamiento exclusivamente antártico, limpiamos nuestras botas con un cepillo de dientes y desinfectante antes de dejar nuestra huella en la Antártida.
Imagen de cabecera: Isla Greenwich. Islas Shetland del Sur, Antártida. Autor Allan Jeffs.