Maravillas del Kilimanjaro sin mal de altura
El monte Kilimanjaro, a pesar de sus 5.896 m, es considerado por muchos montañeros como un pico de poco interés debido a su escasa dificultad. Por eso mismo, es muy valorado por los amantes del senderismo, que pueden acceder a casi 6.000 m de altitud sin necesidad de conocimientos de escalada. En todos los casos, parece que del Kilimanjaro lo único que cuenta es llegar a la cima. Pero lo bueno de disfrutar viendo plantas, animales, nubes y piedras, es que uno se garantiza el disfrute casi en cualquier circunstancia y, desde esta perspectiva, el Kilimanjaro tiene mucho que ofrecer, aunque el mal de altura o cualquier otra eventualidad, no te permitan llegar al final.
El Kilimanjaro es una de las siete montañas que forman el cinturón alpino de África central, con picos por encima de los 4.000 m. Se encuentran una zona de tierras elevadas por encima de los 1.000 m, surcadas por valles rift longitudinalmente, entre los que aparecen estas formaciónes volcánicas de gran altura.
Vistas del Kilimanjaro desde la ladera SE. Foto: Ricardo Garilleti
En estas tierras altas, cercanas al ecuador, el clima no tiene grandes variaciones estacionales, aunque sí existen dos periodos de lluvias, pero las variaciones más relevantes son diarias. El clima ha sido descrito por Hedberg como “verano todos los días e invierno todas las noches”. Estas variaciones en temperatura y humedad, marcadas por la altitud, hacen a la vegetación afroalpina claramente diferente de las sabanas circundantes.
Nubes formadas por la condesación de la humedad de las corrientes que suben las laderas del Kilimanjaro. Foto: Ricardo Garilleti.
La altitud provoca una disminución de la presión parcial de oxígeno y anhídrido carbónico, que dificulta nuestros esfuerzos, lo mismo que ralentiza el crecimiento de las plantas. La disminución del grosor de la atmósfera también provoca un aumento de la radiación que llega y un aumento de la que se le escapa al suelo y a las plantas. En definitiva, estamos peor aislados, por lo cual la insolación es más dura y los procesos de congelación más severos. Solo las nubes, habituales a media ladera por la condensación del aire caliente que sube desde las zonas más cálidas y húmedas, mitiga esta exposición de manera cíclica durante unas horas al día.
De la selva africana al desierto alpino
La ascensión se puede realizar por rutas diferentes, y lo más frecuente es hacerlo desde la ladera sur, a partir de los 1.700 m. El primer contacto con el Kilimanjaro no puede ser más espectacular que atravesando esa pluvisilva tropical, intensamente verde y con una densidad de habitantes muy llamativa. No solo las copas de los árboles se cierran, sino que los troncos rebosan de epífitos, especialmente los de Agauria salicifolia, el árbol de alcanfor africano, que alberga musgos y helechos con generosidad. Algunos de esos helechos están formados por una sola capa de células (Hymenophyllaceae) y forman unas delicadas cabelleras de hasta medio metro de largo, colgando de las ramas. A medida que se avanza aparecen helechos arborescentes (Cyathea manniana) formando grupos como en el más elaborado de los jardines.
Pluvisilva africana en el inicio de la ruta Machame. Foto: Ricardo Garilleti
Grupo de Cyathea manniana en la pluvisilva. Foto: Ricardo Garilleti
Cerca de los 3.000m, la vegetación se va transformando en un brezal de Erica excelsa, acompañado por arbolillos vistosos como Hagenia abyssinica y diferentes senecios, que al contrario que sus parientes europeos, no son unas hierbecitas, sino que adoptan porte arbóreo. En lugar de cabelleras vaporosas de hymenofiláceas, aparecen líquenes colgantes del género Usnea, primero sobre los arbustos y luego sobre las rocas. De colores blanco y anaranjado. Según empeoran las condiciones hídricas, la vegetación se hace cada vez más abierta. A medida que se gana altura, el tamaño de los brezos va menguando. En estos brezales abundan también matas y arbustos del género Helichrysum, enormente diversificado en África, y que muestra en estas laderas buena parte de su completo catálogo de colores.
Hagenia abyssinica. Foto: Ricardo Garilleti
Erica excelsa. Foto: Ricardo Garilleti
Helicrhysum sp. Foto: Ricardo Garilleti
Pasados los 4.000 m (cuando suele empezar a sentirse mal de altura), la vegetación se va transformando en un páramo de gramíneas densas (varias especies del género Festuca), formando macollas y algunos arbustos enanos. A cada metro las condiciones se van haciendo más duras y hay más suelo descubierto de vegetación. Estamos en el desierto alpino, donde las plantas buscan el mínimo abrigo que una piedra puede ofrecer.
Desierto alpino a 4.500 m de altitud. Foto: Ricardo Garilleti
Glaciar en la cima del pico Uhuru a 5.896 m. Foto: Ricardo Garilleti
En cuanto a maravillas botánicas, podemos dejar aquí el viaje y el relato pero, si el cuerpo lo permite y siempre sin compromiso y muy muy despacito, podemos hacer como todos e intentar culminar el pico Uhuru de 5.896 m, la cumbre de África. Lo cierto es que los glaciares de la cima son una maravilla, y que a 6.000 m y cerca del ecuador, se aprecia como nunca la curvatura de la tierra (en la Antártida sucede lo contrario: los polos se achatan y la visibilidad en el mar aumenta sensiblemente). Pero no es menos cierto que los senecios arbóreos no están tan concurridos y no hace falta pasar sueño ni frío para verlos.
Trabajo de especialistas
Existen unas formaciones típicas del cinturón afroalpino, que ocupan grandes extensiones en otras montañas y que pueden verse también en el Kilimanjaro, aunque aquí aparecen, en el piso ocupado por brezales, restringidas a las zonas con más humedad edáfica, como barrancos. Se trata de las rosetas gigantes de senecios y lobelias.
Senecio kilimanjari. Foto: Ricardo Garilleti
Las grandes lobelias tienen una estrategia similar, aunque sin un tallo tan largo. Optan por quedarse más cerca del suelo, sin tanta oscilación térmica.
El diseño de estas plantas responde a la necesidades que marcan las condiciones ambientales de estas montañas. Senecio kilimanjari, el más habitual de este tipo, tiene un tallo de varios metros de altura, que alberga en su interior tejido que funciona de reservorio de agua. Debido a las bajas temperatura que se alcanzan por las noches (todas las noches del año), este tallo está protegido por una gruesa corteza y las hojas secas permanecen mucho tiempo momificadas, aportando un aislamiento extra. Las grandes hojas de este senecio se agrupan en los ápices de las ramas como si fuera un candelabro portador de grandes repollos. El envés de las hojas está provista de un fieltro de pelos blanquecinos con una doble función: de día evitan que se pierda demasiada humedad durante la apertura de los estomas (lo cual es imprescindible para fotosintetizar) y de noche, cuando las hojas se cierran protegiendo la parte más sensible de la planta, las yemas, evitan una excesiva pérdida de calor por irradiación.
Bolas de musgo (género Grimmia) generadas por el movimiento del suelo en su ciclo diario de congelación y descongelación. Foto: Ricardo Garilleti
Otro fenómeno habitual en las zonas más abiertas, son los procesos de congelación y descongelación del suelo, que se producen diariamente y que provocan movimiento en el suelo (recordemos que el hielo ocupa más volumen que el agua). Esta solifluxión, dificulta mucho el asentamiento de nuevas plantas, ya que cuando son jóvenes, estos movimientos las desarraigan fácilmente. Por eso, las plantas acaban agrupadas en torno a las rocas, que ofrecen un mínimo refugio a unos centímetros de distancia. Otra estrategia para sobrevivir a la solifluxión es la de cabalgar sobre ella, como hacen algunos musgos, generalmente del género Grimmia que acaban adquiriendo formas redondeadas de tanto subir con el suelo y luego caer.
De arriba a abajo y al revés, el Kilimanjaro está lleno de alicientes.
Foto de cabecera: pico Uhuru, Ricardo Garilleti