A la sombra del olivo
Un árbol robusto y humilde, seña de identidad del mediterráneo. Una especie que conjuga cultura y tradición, y que parece permanecer impasible ante el tiempo en nuestro territorio. Pero ¿es tratada con el cariño y el cuidado que merece? Jose Aparisi reflexiona sobre el olivo.
Entre rendir un singular homenaje al monumental olivo que acompaña la casa de campo de mi familia o las escenas anecdóticas que he vivido en torno en un olivo, escribo este artículo para poner en valor este árbol frente a los tentáculos de nuestra ambición. Los olivos nos hacen sentir pequeños y nos avisan de nuestra efímera condición humana.
El bonsai
Así lo vi, por primera vez, extraído del exotismo de los cuentos japoneses. Un olivo en miniatura, retorcido y de hojas minúsculas. Escéptico si un bonsai era el obsequio adecuado en unos galardones de Bellas artes, se sucedían los discursos y yo sólo tenía ojos para el arbolito. Parecía tan frágil, tan indefenso, tan raquíticamente bonito, que desde un primer momento me negaba a contemplarlo como lo que era, un simple adorno.
El bonsai / Jose Aparici
Una extraña sensación afloraba de nuevo cuando paseaba en familia por un mercado medieval, mis ojos advertían de su belleza, pero había algo en él que repugnaba a mi espíritu. Era intolerable que alguien hubiera aplicado una técnica tan remota, bárbara de pura poda en el árbol que simboliza tantas cosas, tantas escenas… la sabiduría de Atenea, la corona de la victoria Olímpica, la Paz en un pico, la resistencia en su pana, la fertilidad en la abundancia de frutos, el alimento de tropas de lejanos imperios, la sombra de tumbas patricias… Esta ofensa cruel, me vinculó a aquel bonsai singular, tan especial como si fuera único, como si fuera el último.
– Si supieran que tengo alergia a la hoja de olivo… – decía resignada una compañera a la salida de la ceremonia. Aquella noche, llegué a casa con el que ya era mi bonsai. La primera semana fue colocado en el alféizar más luminoso. Me limitaba a regarlo, contemplarlo hasta que afrontó el primer reto: el traslado a la casa de campo de mis abuelos. Reconozco que estaba temeroso, inseguro de trasplantarlo directamente en el suelo. Un instinto paternal me incitó a refugiarlo en una maceta más grande, en el tronco del colosal olivo, la centinela de la masía. Ay, si hubiera sido descrita por Cavanilles… Una gigante centinela sembrada a principios de la segunda Revolución Industrial o esto sugiere la cuidadosa reconstrucción fotográfica que me hizo la yaya.
El olivo de mis bisabuelos, la fuerza para producir anualmente 200 kg de olivas / Jose Aparici
Recuerdo cuando mi profesor de historia distinguía entre un sermón humilde y un sermón sublime. La sensación desprendida de un árbol y más de un viejo, se que es una expresión humilde y sublime a la vez. Sublime si comparamos la arquitectura robusta del olivo del campo con la de una catedral, ambas con una voluntad común: unir el cielo y la tierra. Y que bonito, si son engalanadas por neblinas a primera luz, por nidos de estorninos, por alfombras de musgo… En cambio, la visión de un árbol caído, abatido, resulta inquietando para la mirada humana. Aunque soy un negado de los refranes, uno nos indica “no hacer leña del árbol caído”, aunque debe de coexistir desgraciadamente con “a perro flaco, todo son pulgas”.
En el instante que el bonsai fue ubicado en el nuevo test, decidió dejar de serlo, empezó a hacer el borró. Le brotaron dos ramas tiernas, de verde claro, mientras las diminutas hojas se secaban. Quince días más tarde, era una planta extraña, vigorosa por arriba y muerta por bajo; serían las heladas tardías de la primavera?, la carencia de agua?. El olivo es muy agradecido, no necesita muchas atenciones y soporta bien el frío, el calor y la poca agua, según mi yayo que a petición de este, fue trasplantada a los pocos días al suelo. El crecimiento se disparó. Cada día nuevas hojas y las más antiguas, ahora sí, eran plateadas, de auténtico olivo. El gozo llegó con las tempranas, solitarias olivas a tres colores, que justificaban verlas los domingos. A estas alturas, ambos cimales salían de un tronco sólido y rugoso que hacía una altura de un metro. Es indiscutiblemente un árbol. Vivencias de mi olivo, caras de estupefacción incluidas cuando es mostrada: – Sabíais que fue un bonsai?.
El delirio de un comercio
Sentado en un banco de una feria de jardinería, presenciaba como mis padres se alejaban hasta ser fagocitados por un ansioso tumulto de visitantes, de cámaras flotantes que giraban en torno a una hilera de olivos monumentales. La escena invocaba aquellos zoológicos de las metrópolis europeas del siglo XIX, donde indígenas eran expuestos bajo las miradas del triunfo colonial. Aquel día, atónito ante un olivo reprimido, descontextualitzado en un gris pabellón, reducido a una caricatura de sí mismo, intentaba averiguar dónde había quedado su dignidad.
Exposición de olivos / Jose Aparici
Gigantescos olivos son arrancados de raíz por excavadoras, cargadas en un camión articulado hasta que aterrizan en medio de un inmenso campo de golf, en la mansión de un magnate inglés. La mutilación del olivo nutre un suculento comercio precisamente en su área original: el Mediterráneo. Desde un olivo subastado por sesenta mil euros, bautizado con el nombre de un emperador romano, hasta la creación de una colección de quinientos olivos, identificadas con nombres mitológicos para satisfacer los deseos de un banquero español difunto. Un camino de grandilocuencias, un camino normalizado que nos adentra en el mundo de la especulación, del tráfico clandestino del patrimonio natural.
Los paisajes castellonenses de piedra seca fueron escenario de atrocidades, de expolio de majestuosos olivares, como cuando los millonarios americanos se traían piedra a piedra las capillas románicas para colocarlas en su jardín. La oferta todavía es relevante, sólo hay que echar un ojo a las decenas de páginas web que ofrecen a un público potencial centroeuropeo y norteamericano olivos centenarios mediterráneos, no cualquiera, sino ¡de la época de Platón!. ¿Hay que exagerar la antigüedad para hacerlas más atractivas?. ¿Hay que ignorar la dificultad de datar un olivo?.
– Todo lo que compramos iba a desaparecer y les damos una segunda oportunidad – afirmó uno negociante.
– Los olivos llegan hasta aquí, porque son dados antes de que fueran destruidos – afirmó otro.
– Los transplantes ponen en riesgo la diversidad genética de decenas de subespecies de olivo – interrumpió ofendido otro.
Una escalada de tensión procedente de un estante próximo me hace volver a la realidad, desficioso, incómodo en un banco raso.
Un olvivo cinematográfico
Es viernes y, como es usual, el telediario recupera la sección de estrenos de cine con una película, en que la protagonista es un olivo centenario, sí, un olivo. No sólo se ha realizado un casting de actores, sino también ¡de cincuenta olivos!. Después de examinar exhaustivamente la majestuosidad del tronco y del follaje de decenas de cultivos, la directora se enamoró de uno del Baix Maestrat castellonense. No es ninguna novedad que estemos poco familiarizados a que un rodaje de ficción trate una problemática medioambiental, el drama de los olivos abandonados.
Escena de la película El Olivo / Sensacine
Dirigida por Iciar Bollaín, El Olivo narra la lucha de una adolescente para recuperar por todos los medios un olivo monumental, mágico, trasladado al vestíbulo de unas oficinas alemanas. En medio de un extenso campo de olivos y almendros, se levanta una masía medio abandonada. De la vivienda sale un hombre mayor triste, que ni mira a su hijo cuando aquel deja de cortar leña para saludarlo. El yayo, hace tiempo que ha dejado de hablar y de comer casi, se aleja entre los bancales. Busca algo que ya no está donde debería de estar. Un olivo milenario vendido contra su voluntad para aligerar los tiempos de crisis, es el origen de los pesares de este hombre de manos encallecidas.
– Es que este árbol no es nuestro. – No nos pertenece. – Es de la historia, de la vida, de la tierra, de nuestros abuelos y bisabuelos – clamaba el patio de butacas. Serían los alegatos de un agricultor de verdad, de un hombre de campo de toda la vida, que pensaba que la familia pronto desembolsaría el dinero ganado al tapar agujeros y se habrían quedado sin nada, sin el dinero y sin el árbol con el que comparte la sabiduría de la tierra. Este yayo de manos encallecidas y el olivo, se dan calor. Son el mismo, son raíces.
La ausencia del árbol representa la deshumanización que impregna la cuenca Mediterránea en el siglo XXI: el individualismo, la pérdida de valores de identidad, el mundo de las prisas y el derroche, la vulgarización de espacios naturales, donde oliverales han sido tragados por proyectos faraónicos. “¿Qué hemos hecho? ¿Nos hemos vuelto locos?”, reflexiona alarmada en una entrevista de radio la directora de la película a favor de reivindicar, de creer en la esperanza y el inconformismo frente a que todo está muerto y acabado. Puede sonar religioso, pero se habla de creer porque parece absurdo buscar un olivo a miles de kilómetros, si no estás seguro que lo localizarás. Como aquellas travesías quijotescas, un viaje casi a ningún lugar, sin planeamiento ni lógica…
https://www.youtube.com/watch?v=HtyVkAHassQ
Afortunadamente, el saqueo masivo que nos describe la película se ha frenado, ya pertenece al pasado. Pero sí, cuenta porque El Olivo es un cuento, en sí: el yayo, la nieta y el árbol. Necesitamos cuentos, esas historias que germinan en la memoria profunda, como las raíces del olivo. Nos lo transmite la película, un cuento es ese lugar, donde se nace y renace. El olivo se puede amputar, quemar, pero si conserva las raíces, rebrota. El escritor ruso Vladimir Nabokov, considerado una eminencia en lengua inglesa del siglo XX, defendía que el origen de la ficción en mayúsculas, literatura o cine, residía en torno a antiguos cuentos como el del pastor y el lobo. En esos cuentos germinales estaba muy presente el peligro, la injusticia y el miedo. Sobre todo un miedo que atraviesa la historia y tambalea las entrañas de cualquier humano: el miedo al abandono.
Hacia la custodia del patrimonio natural y cultural
– Deberíais profundizar en la distribución y la filogenia del olivo puesto que será tratado en el próximo seminario – recordó el profesor. Una tarde de investigación dio a conocer un rincón de Andalucía, donde el yayo Lucio (así se denomina una variedad de olivo en retroceso) resistía con más de 500 años, pero esta vez su destino no es ser vendido, sino ser condenado a muerte como miles de ejemplares. Retiraron las astillas, deshicieron la copa, cortaron el ramaje hasta dejarla casi en los huesos. Reducida a la mínima expresión, perdida su vigor, había que hacer rama. A última hora, una entidad local ecologista pagó una fortuna para rescatar y trasplantar urgentemente los 5.000 kg de olivo a una granja escuela.
El yayo Lucio trasladado al jardín de la granja escuela / Público
“Queríamos salvarla de la muerte puesto que ni padres ni hijos la querían. Será su residencia.” A pesar de que el corazón del tronco estaba vacío, las raíces de Lucio se cogieron de nuevo a la vida. Revivió, el abandono y la derrota de ramas dio paso al goteo de visitas de niñas y niños, los abrazos y los juegos alrededor de su tronco. Fue una conexión entre la sabiduría del anciano olivo y la desbordante energía de los niños.
El dilema rural de muchas familias sobre la propiedad de olivos centenarios motivó a la entidad a realizar un coloquio escuchado por decenas de agricultores de la zona. Querían sensibilizarlos para que no sustituyeran los árboles puesto que todavía eran productivos: “La calidad de Lucio es mejor, es más resistente puesto que el fruto madura antes de que llegue el frío a diferencia de otras variedades”. El agricultor debía de sentirse orgulloso de poseer olivos con características únicas, las cuales no debían de destrozarse.
El voluntariado ha conseguido el traslado de cinco olivos Lucio a la granja escuela, ha rescatado más de un centenar y cruzaban los dedos por casi la cincuentena a la espera de ser apadrinados. La aportación del participante suaviza la insuficiente rentabilidad del agricultor, quien se compromete a seguir cultivándolas: “Me deberían de haber cortado las manos el día que decidí serrarlas!” Es una realidad que nadie advertía el agricultor de que debía preservar el olivo, todo el mundo hacía leña. Desconozco si el apadrinamiento será la solución definitiva, pero ¿es una toma de conciencia que estimulará el establecimiento de figuras de protección de Lucio?, ¿lo continuarán abrazando las próximas generaciones?.
El lamento
Desde hace miles de años, desde el primitivo Neolítico hasta nuestros días, el olivo ha sido humanizado. Los eruditos apuntan que esta domesticación le ha otorgado longevidad, lo ha convertido en un patrimonio vivo de excepcional valor, en un testigo real de nuestra historia. Tal vez, sólo es necesario que los olivos hablen o ¿ya hablan a su manera?. Hablar, hablan en el paisaje pintado por Van Gogh, cuando se retorcen como pocos y berrean sumidas en una profunda *angustia, en una desesperación existencial como la vida de Munch, tal vez inmortalizada en la figura icónica del cuadro de El Grito.
Oliverar, obra del pintor Vincent Van Gogh / Aboutespanol
Y es que el olivar es un refugio de secretos literarios. Saramago suele contar una bella anécdota: “mi abuelo fue un pastor analfabeto toda su vida y en el momento que intuía su muerte, el día que iba a ser trasladado al hospital, se dirigió antes a su huerto para abrazar los troncos de los árboles, uno a uno. Lloraba porque sabía que no volvería a verlos”. Es el espejo de cuántas personas han convivido íntimamente con su entorno, con el que estaban vinculados emocionalmente…
“La patria del hombre es la infancia”, célebre y universal cita de Rilke, poeta austríaco del siglo XX. Tirando de versos arraigados a campos canarios, recitaba Estévanez: “Mi patria no es el mundo; / mi patria no es Europa; / mi patria es de un almendro; / la dulce, fresca, inolvidable sombra.” Una vez leídos por Unamuno, cuestionó la sombra de un almendro e incluso, lo comprobó. Visitó el almendro de Estévanez y escribió en tono sarcástico: “Pobre el que no tiene otra patria que la sombra de un almendro, acabará por colgarse en él”. Al menos, el estimado Miguel Hernández nos cuchicheará: “Sonreís como la alegre tristeza del olivo; / Esperar, no cansarse de esperar la alegría; / Sonreímos, adoramos la luz de cada día; / en esta alegre y triste vanidad de estar vivo.”
Paisaje cultural del Pou del Mas (La Jana, Baix Maestrat) / laviaaugusta.blogspot.com.es
Es una lúgubre noche. El bosque de Birnam avanza beligerante, desafiando vertiente arriba. Debe cumplir una misión: asediar el castillo del malvado tirano Macbeth. No hay nada imposible desde las profecías shakespearianas hasta el universo conmovedor, irracional de Le Petit Prince. Bajo la apariencia de un cuento para niños, el protagonista bregaba con sus baobabs, obcecado en conseguir la forma de liberarse de su espontáneo crecimiento como el campesino de los bordes chupones del acebuche.
Invadido por una mezcla de filosofía y nostalgia, los baobabs son nuestros miedos y para sacárselos, una leyenda popular de la comarca del Comptat nos retrata aquellas noches de verano, al pie del campanario de la iglesia, cuando los niños en grupo gritaban:
– Lechuza, ¿quieres aceite? – y ella contestaba con un intenso respiro: – sshshshshss – y los niños repicaban excitados:
– Ves, ¡sí que quiere!.
Así desaparecían nuestros temores…
Pintura referente a la temporada de recogida de olivas / flickr, michubichi
Afortunadamente, los árboles son buena gente. Los olivares centenarios no sé si son considerados una patria como aquel almendro admirado por Estévanez, pero nosotros, los humanos los hemos humillado en multitud de ocasiones. Esfumadas sobre el regazo del olivo las formas imposibles del tronco, el ordeñar y el llanto del otoño, la retina de los tatarabuelos, los juegos de niñez, los símbolos de nuestra vida; sólo permanecerán las profundas cicatrices de aquellas raíces sumergidas hasta el latido de la Tierra.