Investigación

8 Dic 2013

Océanos radiactivos

Son auténticos iconos de un paisaje apocalíptico, la cara más perversa del desconocimiento que a veces acompaña al desarrollo humano. Los cementerios nucleares son el resultado invisible de este tipo de energía tan peligrosa, y aunque generalmente están fuera del alcance de nuestros ojos, nos acompañan sigilosamente en nuestro día a día.

A principios de los años 50 del s.XX, el descubrimiento de la aplicación de la energía nuclear de forma controlada con fines puramente energéticos cambió el panorama económico y de producción de energía. La nuclear llegó como una alternativa a los combustibles fósiles, una energía limpia que a lo largo de su vida, desde la extracción de la materia prima hasta la generación de energía térmica o eléctrica, apenas emitía residuos en la atmósfera. Era energía sin humos, no se veía qué es lo que contaminaba. Además la nueva energía símbolo del progreso abrió la esperanza a la disminución de la dependencia de los países productores de combustibles fósiles, así como de la climatología y las fluctuaciones y especulaciones del precio del petróleo, el gas o el carbón.

 

Todo esto ocurría en los EEUU, que comenzaban a redirigir la industria nuclear hasta ahora armamentística hacia la producción eléctrica. En los años 60 esa misma energía llegó a España con la primera central nuclear, la planta José Cabrera en la localidad de Almoacid de Zorita (Guadalajara). En esos años la energía nuclear se asentó también con mucho éxito en Argentina y en Francia, país que a día de hoy es, junto con Finlandia, el estado de Europa que apuesta de forma más clara y contundente por la energía nuclear.

 

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Central José Cabrera

 

Y es que aproximadamente el 75% de la electricidad del país galo es generada por los 59 reactores instalados por todo su territorio. Una década después, en los 70, la energía nuclear llegó con fuerza a Japón, que la aceptó con ímpetu a pesar de los brutales ataques nucleares que el país había sufrido durante la II Guerra Mundial. La antigua URSS tampoco escatimó esfuerzos en desarrollar esta energía a la par que lo hacía el gigante norteamericano.

 

Pero con el paso del tiempo (no demasiado) la sociedad comenzó a darse cuenta de que la energía nuclear no era tan limpia como parecía o como nos habían hecho creer. Pronto se mostró como una energía peligrosa, muy nociva para el ser humano y para el entorno. El gran problema de este tipo de energía, además de la inseguridad por la imposibilidad de controlar los escapes y accidentes, era y sigue siendo la gestión de los residuos. Hoy en día, podemos decir que la gestión de esta basura radiactiva es el mayor problema medioambiental con el que se encuentran los responsables de los distintos programas nucleares.

 

Cementerios nucleares, ¿dónde y cómo?

El principal problema de estos residuos nucleares es que no son precisamente inocuos, ya que a pesar de ser deshechos inservibles, mantienen durante años su actividad radiactiva sinedo altamente nocivos para el hombre y el medio ambiente. Los denominados residuos de baja y media actividad, generados por ejemplo en hospitales o en la industria química, se mantienen activos durante aproximadamente 30 años, pero los de actividad alta, aquellos restos que se producen en los reactores y que suponen más del 95 % de la radiactividad total producida en el proceso de generación de electricidad nuclear, como por ejemplo el plutonio, pueden tardar cientos e incluso miles de años en desintegrarse.

 

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¿Qué hacer entonces con estos residuos que nos sobrevivirán a nosotros y a varias generaciones futuras? La respuesta fue crear lo que coloquialmente llamamos cementerios nucleares, es decir, lugares expresamente pensados para almacenar durante décadas y siglos estos residuos peligrosos. Normalmente los residuos de baja actividad se entierran en zonas apartadas y a una profundidad considerable, esperando a que pasen los años, su actividad desaparezca definitivamente y sean desenterrados antes de que sus envases puedan romperse y filtrarse en la tierra. En otras ocasiones, los países con una industria nuclear más desarrollada, como Francia o Bélgica, optan por buscar almacenes temporales en los que mantener aislados durante algún tiempo los residuos (100-300 años) hasta que puedan ser reciclados o reutilizados.

 

Si se trata de residuos de alta actividad se opta por un almacenamiento geológico profundo (AGP), es decir, se habilitan lugares donde estos residuos puedan vivir durante miles de años sin poner en peligro a nadie con sus radiaciones. La utilización de este tipo de almacenamiento está justificada por motivos tecnológicos, ambientales y de seguridad, éticos y de buena práctica internacional, y para su ubicación se intentan aprovechar formaciones geológicas como simas o cuevas junto con otras construcciones que sirvan de barrera natural y artificial ante estos residuos.

 

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Depósito nuclear Yucca Mountain (EEUU)

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Almacén nuclear en Bulgaria

Sin embargo, durante muchos años, el mar se convirtió en el gran vertedero de los residuos radiactivos. Un lugar idóneo porque estaba fuera de las miradas y aparentemente lejos del mundo, y porque echar al mar estos grandes contenedores era la forma más rápida y barata de deshacerse de esta incómoda basura. Pero desde hace años sabemos que estos vertederos son, posiblemente, los más inseguros y peligrosos de todos.

 

Se ha demostrado que el vertido de residuos en bidones herméticamente cerrados es el menos seguro de todos. Ya en los años 70 el oceanógrafo Jacques Cousteau presentó ante el Consejo de Europa fotografías de bidones de residuos radioactivos franceses sumergidos en el Atlántico que presentaban un estado de conservación lamentable. Estaban completamente abiertos y perforados, a pesar de que su previsión inicial era que se mantendrían herméticos y estables, lo que hacía que su contenido estuviera sometido a los efectos de las corrientes.

 

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Degradación de los residuos en el fondo del mar

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Bidón tóxico encontrado en Somalia


Organización de Naciones Unidas convocó en 1972 una Reunión Internacional en Londres con el objetivo de acordar sistemas de eliminación de residuos radioactivos respetuosos con el medio ambiente, tomándose la firme decisión de prohibir el vertido al mar de residuos radioactivos de larga actividad. El problema fue que los vertidos de media y baja actividad quedaron exentos de esta ley y siguieron tirándose al mar de forma regular hasta el año 1983, cuando la comunidad internacional y la sociedad consiguieron finalmente imponer la prohibición total de echar basura radiactiva al mar.

 

En el año 1993 esta prohibición quedó totalmente ratificada cuando se dieron a conocieron las conclusiones de un estudio realizado por un Panel Intergubernamental de Expertos sobre Vertidos de Residuos Radioactivos (IGPRAD) donde se ponían de manifiesto los problemas que la dispersión de radiactividad en el mar causaba sobre la flora y la fauna marina y que llegaba además, por distintos caminos, hasta el hombre. Pero, ¿qué pasa con todos esos residuos anteriores a 1993 y que siguen en las profundidades del mar?

 

La Fosa Atlántica, el gran vertedero radiactivo

El vertido de residuos nucleares en el mar comenzó antes de que la energía nuclear se desarrollara con fines energéticos. Tras la Segunda Guerra Mundial, EEUU se vio en la necesidad de destruir sus armas nucleares, estimándose que entre 1946 y 1958 llegó a arrojar más de 60 armas nucleares sobre Islas Marshall. La mayoría de estos residuos habían sido generados durante el desarrollo del programa de investigación de Estados Unidos que derivó en varias explosiones nucleares: las pequeñas pruebas en el desierto de Nuevo México y las dos famosas y devastadoras sobre Hiroshima y Nagasaki.

 

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Pruebas atómicas en las Islas Marshall

 

A día de hoy los habitantes de Guam, que se encuentra cerca y a favor de la dirección de los vientos predominantes, todavía experimentan tasas de cáncer más altas que el resto del mundo. Similar e igualmente peligrosa la actuación de los rusos: entre 1964 y 1986 miles de toneladas de residuos nucleares, procedentes en su mayor parte de reactores utilizados para impulsar submarinos y barcos rompehielos, fueron vertidos por la Unión Soviética en el océano Ártico. A este vertido de residuos en el Ártico hay que añadir los accidentes de vehículos militares en los golfos de Stiepóvov (1968) y Abrosimov (1982), ambos en el archipiélago de Nueva Zembla, cuando se hundieron submarinos enteros, con combustible nuclear a bordo.

 

Pero no sólo los programas nucleares de la Guerra Fría son los culpables de toda la radiactividad vertida en el mar. Ningún país industrializado con centrales nucleares sale exento de culpa.  Entre 1949 y 1966 el Reino Unido realizó vertidos por un total de 5.500 toneladas de residuos radiactivos en la bahía de Vizcaya y Hurt Deep, a veinte millas al norte de Guersney, en las islas Channel (Canal de la Mancha). Por no hablar de la fosa atlántica, ese gran cementerio marino donde van a morir los restos nucleares de los países europeos.

 

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Chernobil, central convertida en icono del desastre nuclear


Situada a unos 700 kilómetros de las costas gallegas y a una profundidad de 4000 metros está la fosa atlántica, donde entre 1962 y 1982 se llegaron a vertir unas 142.000 toneladas de desechos nucleares procedentes de ocho países europeos diferentes. Según las estadísticas, los residuos descargados en la fosa atlántica podrían contener una radiactividad superior al millón de curios, es decir, ocho veces más de los 130.000 curios liberados en el devastador accidente de Chernobil. El problema, en este caso es doble, ya que la información sobre si los residuos depositados eran de baja o media radiactividad es escasa y no existe ningún informe oficial que atestigüe cuantos bidones se arrojaron al mar ni en qué estado se encuentran o si existen fugas que hayan afectado ya la vida marina de la zona.

 

Además, la fosa lleva usándose más de 25 años y es posible que los contenedores puedan empezar a deteriorarse por la salinidad del agua y por las fuertes presiones que soportan a casi 4.000 metros de profundidad. En total 223.000 bidones con residuos nucleares (115.000 toneladas) que yacen en el Atlántico Nordeste y suponen una auténtica bomba de relojería bajo las aguas. Eso que sepamos, porque en el año 2002 científicos de Greenpeace se sumergieron en aguas cercanas a la central de La Hague (Francia) ubicada en Normandía, cerca de Cherburgo, revelando que esta central que procesa unas 1.600 toneladas de residuos al año, vertía al mar 230.000 m3 de residuos radioactivos. También sacaron fotografías que revelaban el deterioro de los bidones en el cementerio marino de la planta.

 

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Residuos en la fosa atlántica

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El peligro de que estos envases se deterioren o lleguen a rasgarse es muy elevado, de manera que los residuos radiactivos pudieran salir al mar en pequeñas cantidades o de golpe. En ambos casos podrían ser asimilados por el medio marino y los organismos que lo habitan dentro de los cuales pueden permanecer durante años. De hecho existen precedentes, a finales de los 90 científicos franceses de la Universidad de Aix-Marsella viajaron a uno de los últimos lugares del Atlántico Nordeste empleados como cementerio nuclear y tomaron muestras  de Coryphaenoides armatus, un pez de aguas profundas, y de Eurythenes gryllus, un pequeño crustáceo necrófago.

 

Los investigadores se toparon en ambos animales con restos de plutonio-239 y plutonio-240 generados en los reactores nucleares a partir del uranio. Así, dos años después, los expertos del Convenio para la Protección del Medio Ambiente Marino del Atlántico del Nordeste (Ospar), que agrupa a los países de la UE, identificaron como una prioridad la investigación de la importancia de posibles fugas en los antiguos vertederos.

 

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Eurythenes gryllus

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A día de hoy el OIEA está actualizando sus inventarios de basura nuclear en el Atlántico elaborados en la década de 1990. Aunque no se han llevado a cabo nuevas expediciones, si que se han recopilado los últimos datos sobre estos cementerios radiactivos marinos, lo que permitirá hacer un balance de la situación de la basura y de sus envases en la actualidad. El informe estará listo a finales de este 2013.

Revista de divulgación científica del Jardí Botànic de la Universitat de València.
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