Por una Valencia comestible
Es un día cualquiera en la ciudad, vamos al colegio, o a trabajar o a hacer la compra. Debemos mirar los semáforos y los coches, y no sólo no nos fijamos en el arbolado, sino que tampoco lo hacemos en una parte de él que nos muestra desinteresado, sus frutos. ¿Os habéis fijado en que muchos de esos frutos son comestibles? ¿Se nos ha ocurrido alguna vez coger uno? Nuestro blogger Santi H. Puig nos plantea en este artículo interesantes cuestiones sobre el tema.
Aquellos que hemos tenido la suerte de crecer en entornos más o menos rurales, en los que la agricultura es un elemento consustancial al paisaje, observamos con cierta frustración cómo los espacios urbanos en los que ésta se hace presente se reducen, en el peor de los casos, a un mero decorado costumbrista. Como si de un árbol prohibido se tratara, los vecinos de València, inmersos por lo general en el frenético ritmo que impone la urbe, mantienen una distancia prudencial con los frutos de olivos, algarrobos, palmeras datileras y, por supuesto, naranjos que se distribuyen por toda la ciudad.
Que la agricultura, sobre todo aquella menos tecnificada, nos reconecta con nuestra identidad como pueblo y con nuestro origen creo que es un hecho. Deben de existir pocas sensaciones más intensas, por lo menos en lo que a gula se refiere, que coger un fruto en su punto perfecto de maduración directamente del árbol y engullirlo a bocados. Y es evidente que la ciudad, por lo menos aquella que concebimos como planificada, no es el entorno más favorable para que estas experiencias puedan darse con naturalidad.
Experiencias de agricultura urbana
Es, de hecho, en los márgenes de esta planificación, metafóricos y literales, donde en los últimos años han brotado las mejores experiencias de agricultura urbana; y en este caso València no es una excepción. Espacios como los huertos urbanos de Malilla y Benimaclet, o los conquistados por los centros sociales de este barrio o del Cabanyal, demuestran el gran interés que suscita la puesta en marcha de experiencias agrícolas en el seno de la ciudad que, además, plantean alternativas a nuestra relación habitual con el espacio público, basada fundamentalmente en el consumo.
Sobre esta base, surgen una serie de preguntas casi de manera natural, ¿por qué este tipo de propuestas han de concebirse siempre desde poco menos que la resistencia? ¿no podría ser la propia administración local la que, en su labor de garante de una infraestructura verde urbana de calidad, introdujera nuevos criterios de productividad agrícola a la misma? ¿por qué no incorporar el arbolado productivo existente a un sistema agrícola de carácter urbano?
Seguramente mis compañeros de València per l’aire me advertirían de que convertir la ciudad en un enorme campo de cultivo quizás no sea lo más razonable teniendo en cuenta las altas concentraciones de contaminantes atmosféricos con las que conviven estos árboles frutales, pero lo cierto es que en municipios de nuestro entorno como Gandia ya se están planteando estrategias innovadoras en este sentido: los naranjos bordes que poblaban la ciudad están siendo injertados con variedades dulces de estos cítricos y, por lo tanto, aptas para el consumo humano.
En ciudades como Gandia los naranjos bordes que poblaban la ciudad están siendo injertados con variedades dulces y comestibles de estos cítricos.
Los datos que el Ayuntamiento de València ofrece en su Portal de Transparencia y Datos Abiertos permiten hacernos una idea aproximada de la magnitud del impacto que una medida como esta podría tener sobre la productividad agrícola de la infraestructura verde de nuestra ciudad: según esta fuente de información en la ciudad hay más de 12.000 naranjos amargos (Citrus aurantium) susceptibles de ser injertados, además de 450 ejemplares de otras variedades de cítricos entre limoneros, mandarinos, cidras y naranjos dulces.
Adaptación al cambio climático
A decir verdad, en las últimas semanas el consistorio municipal ha iniciado por segundo año consecutivo una campaña de recogida del fruto de estos naranjos bordes para su compostaje que retirará las naranjas de cerca de 10.000 árboles, cosechando del orden de 350.000 kilos de este cítrico y cambiando, por lo tanto, la concepción que tradicionalmente tenía hacia este árbol ornamental. Sin embargo, teniendo en cuenta que la gestión de este fruto ha sido recurrentemente objeto de quejas ciudadanas, da la impresión de que esta iniciativa surge más de la necesidad de lidiar con la gestión de un residuo molesto que de la voluntad de sacar partido de un recurso. En cualquier caso, bienvenida sea la iniciativa.
Más allá de este género de árboles frutales, simbólico por la representatividad que tiene en el imaginario regional, otras especies como el olivo (Olea europea), con cerca de 1.100 ejemplares, la palmera datilera hembra (Phoenix dactylifera), con unos 1.500, o la higuera (Ficus carica), con cerca de 100, nos dan pie a fantasear con una verdadera despensa en la puerta de nuestra casa.
Además, este conjunto de árboles no se concentra únicamente en zonas verdes o jardines, si no que se distribuye de una manera más o menos homogénea por toda la ciudad a lo largo de calles y avenidas perimetrales.
Más allá de los naranjos, otras especies como el olivo, la palmera datilera hembra o la higuera nos permiten fantasear con una verdadera despensa en la puerta de casa.
Ahora bien, una iniciativa de estas características solo podría entenderse como una acción más dentro de un paquete de medidas de mitigación y adaptación de las ciudades a los efectos del cambio climático: la regulación y, en concreto, la descarbonización de la movilidad privada, la reducción del consumo energético dentro del proceso de metabolismo urbano o incluso la recuperación de determinada fauna salvaje, serían indispensables para pensar en una infraestructura verde urbana productiva en términos agrícolas.
A modo de reflexión final, resulta gratificante observar como en los últimos años en determinados sectores profesionales y culturales se apuesta por la revalorización de la ruralidad y, particularmente, de la agricultura en su forma menos intensiva. Me inquieta, sin embargo, que esas reivindicaciones (entre las que incluyo este mismo trabajo) queden siempre en el plano de lo teórico, y casi diría de lo alegórico. Me pregunto si, a fuerza de “civilizarnos”, en su sentido más etimológico, ya no somos capaces de relacionarnos con naturalidad con la práctica agrícola y sus saberes en los que radica, nada menos, el origen de nuestra cultura e identidad.