Un Nobel muy botánico
La rítmica de lo vivo, los ritmos circadianos, han sido los protagonistas del último premio Nobel de Fisiología o Medicina. Pero, ¿sabías que fueron las plantas las que abrieron el camino para el estudio de los mecanismos celulares que marcan el tiempo? ¿Será la cronobiología un elemento clave para los retos ambientales que afrontamos con el cambio global?
Hoy nos detenemos en el Nobel de Fisiología o Medicina 2017, concedido hace unas semanas a los investigadores Jeffrey C. Hall, Michael Rosbash y Michael W. Young. El trabajo de estos incansables científicos ha desvelado los mecanismos moleculares que existen detrás de la rítmica de lo vivo, y que conocemos como ritmos biológicos o circadianos. Este ritmo en los comportamientos o expresiones fisiológicas de los organismos es universal, aparece en las formas de vida más complejas y salvo algunas excepciones (arqueobacterias) también en las más sencillas y primitivas. Hoy recorreremos un camino presidido por cómo las plantas marcaron los inicios y la demostración inequívoca de la existencia de los relojes biológicos y sus ritmos circadianos dando forma a una de las más apasionantes áreas de la ciencia contemporánea, la cronobiología.
Explorando los ritmos vegetales
Estudiando el mundo vegetal, rápidamente percibimos la existencia de estos ritmos biológicos. Encontramos plantas que abren sus estomas durante el día con la finalidad de fijar el CO2 atmosférico y que los cierran durante la noche. Otras repliegan sus flores en la noche en el intento de proteger las sensibles estructuras reproductivas que contienen y así resguardarlas de las inclemencias nocturnas (para ser desplegadas durante el día). En este mismo sentido, durante el día, el almidón se acumula en las hojas para ser movilizado en la noche y garantizar un suministro de azúcares suficiente que garantice el correcto crecimiento durante el periodo nocturno, cuando ha cesado la fotosíntesis.
Lirio de plátano. Imagen: Pixabay.
En las plantas, estas oscilaciones o ritmos fisiológicos y de comportamiento se repiten de forma periódica al compás del día y la noche, y son la manifestación de la existencia de un mecanismo celular que es capaz de marcar el tiempo: el reloj biológico o circadiano. Este reloj es el responsable de generar el ritmo al que ha de ocurrir cada proceso. Ahora bien, la particularidad de este reloj interno (endógeno) reside en que es autónomo. Sabe por sí mismo cuando llega el día y cuando anochece, no necesitando para esto de estímulos ambientales externos, o al menos para su funcionamiento más básico.
Los relojes circadianos se adelantan a los acontecimientos ambientales
El proceso evolutivo ha conseguido internalizar en la célula vegetal, en sus mecanismos moleculares, el ciclo luz-oscuridad (día/noche), y en ausencia de estos estímulos ambientales, el reloj puntualmente marca su hora e informa a cada célula, tejido y estructura de la hora biológica. Esta autonomía y capacidad de medir el tiempo es una extraordinaria ventaja evolutiva, que permite adelantarse a los cambios ambientales, optimizando todos los recursos de la planta. Es decir, para cuando llega la luz del día, la planta ya dispone de todas las enzimas necesarias para afrontar la actividad fotosintética.
La ausencia de demora permite un ahorro energético y de recursos que resulta esencial para la supervivencia. Quizás el ciclo día-oscuridad sea uno de los de mayor influencia en el proceso evolutivo; ha permitido categorizar a las especies en diurnas y nocturnas, permitiendo que ocupen el mismo espacio mediante comportamiento diferentes. Evidentemente, las plantas no escapan a esta cuestión y las implicaciones ecológicas garantizan el mantenimiento de la vida en el planeta.
Mimosa pudica, el primer organismo con que se demuestra el reloj biológico
Ahora vamos a viajar en el tiempo, para detenernos en el momento justo en el que las plantas eran empleadas de forma extensa como organismos modelo de experimentación en los laboratorios. Sobre ellas, y durante muchas décadas, los investigadores esclarecieron los mecanismos biológicos más universales. Con esta perspectiva, no es de extrañar que las primeras observaciones documentadas de los ritmos biológicos (circadianos), fueran advertidas y estudiadas en plantas.
Mimosa pudica. Imaagen de Eric Hunt. CC BY-SA 4.0-3.0-2.5-2.0-1.0. Wikimedia.
En 1729, Jean Dortous De Mairan presentó, en la Real Academia de Ciencias de París, el primer estudio que evidenciaba como para la planta Mimosa pudica el ritmo de apertura y cierre de sus hojas obedecía a un mecanismo interno que funcionaba con la precisión de un reloj. El trabajo experimental de De Mairan consistió en someter a plantas de Mimosa a condiciones de oscuridad permanente (durante varios días). En ausencia de luz, las plantas seguían abriendo y cerrando sus hojas, con el mismo patrón ritmo con el que lo harían si estuvieran sometidas a la exposición natural del ciclo día-noche. Se insinuaba así, por vez primera, que el comportamiento rítmico de la apertura y cierre de hojas era controlado por un mecanismo endógeno en la planta. Es decir, no es la respuesta simple a un estímulo ambiental (luz-oscuridad) sobre la planta.
Casi treinta años más tarde, y como una auténtica revolución conceptual en biología, los trabajos de De Mairan fueron completados y refinados por otros autores como Duhamel du Monceau y Zinn. Estos investigadores excluyeron la posibilidad de que fueran las variaciones de temperatura las responsables del de movimiento foliar en Mimosa. En este sentido, De Mairan no había conseguido, entre las condiciones experimentales, un ambiente térmico constante, y quedaba la sospecha de que este movimiento foliar en Mimosa, estuviera provocado por los cambios de temperatura. A estos hallazgos debemos añadir las decisivas aportaciones del investigador Alphonse Pyramus de Candolle (1832) al determinar que esta máquina de tiempo celular tenía un periodo de funcionamiento libre de aproximadamente 22-23horas, sensiblemente inferior a la duración del día.
Arabidopsis thaliana, modelo vegetal de estudio más común. Imagen: Alberto Salguero Quiles. CC BY-SA 3.0. Wikimedia.
Ya en 1880, Charles Darwin se unió a este increíble debate científico apostando por el carácter heredable de estos rasgos (aunque esta cuestión no pudo ser confirmada hasta 1930). Se avecinaban importantes cambios de paradigma en las bases de las ciencias biológicas. En este contexto científico, se descubre el núcleo celular trabajando sobre células de orquídeas, se desarrolla la teoría celular y se demuestra que los virus son agentes patógenos y queda bien definida la homeostasis. La biología moderna había comenzado.
Tuvieron que pasar casi veinte años para que fueran descubiertos y estudiados los primeros ritmos circadianos en invertebrados. Así, en 1894 fueron descritos por Kiesel fenómenos de pigmentación en ojos de artrópodos que seguían un patrón circadiano (Plusia gamma). Haría falta esperar hasta 1922 para que Richter descubriera en ratones los primeros ritmos circadianos en mamíferos.
Es evidente, pues, la trascendencia que han tenido las plantas como organismo modelo de experimentación en la ciencia moderna. Podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que gracias a ellas se han alcanzado los conocimientos más relevantes que vertebran la ciencia del siglo XX.
Neurospora crassa y la replicación nocturna de su material genético
Fueron los hongos y, en concreto, Neurospora crassa, quien ofreció la pista a principios de los años sesenta (cuando aún eran considerados plantas) del origen evolutivo de estos relojes biológicos y sus ritmos. Los investigadores hallaron en este hongo filamentoso el vestigio más antiguo de un reloj biológico. Esta máquina de tiempo pautaba la replicación del ADN para que tuviera lugar durante la noche (oscuridad) evitando así el efecto mutagénico de la radiación ultravioleta (UV) que hace 3000 millones de años era especialmente abundante.
Hifas de Neurospora crassa con tabique y poros. Imagen: Roland Gromes. CC BY-SA 3.0. Wikimedia.
Tradicionalmente, siempre había existido una reticencia respecto a la solidez de los ensayos que habitualmente se diseñaban en los estudios sobre ritmicidad circadiana. Las objeciones desaparecieron teniendo como protagonista a este mismo hongo (Neurospora). En 1990 fue diseñado un ensayo espacial acogido en el trasbordador Columbia (STS-32) y se pudo comprobar que los ritmos circadianos conocidos en Neurospora se mantenían en la normalidad, frente a campos magnéticos próximos a cero. En este sentido, algunos investigadores pensaban que el papel de los campos magnéticos terrestres podría ser el estímulo externo sobre el que se sostenían los ritmos circadianos, pero el experimento demostró que no era así.
Un futuro cronobiológico
Ya sabemos sobradamente de la importancia de estos relojes circadianos para la gran mayoría de formas de vida. En los últimos años han sido sorprendentes los hallazgos sobre la salud humana o sus implicaciones ecológicas. Son muchos los autores que ven en la capacidad adaptativa de los relojes biológicos una pasarela que permitirá a muchos organismos superar los cambios ambientales asociados al cambio climático. Una de las áreas de trabajo que más interés despierta entre los investigadores y fisiólogos vegetales es la posibilidad de manejar estos relojes como herramienta de optimización de producción vegetal, lucha contra plagas y sequías. El modelo de experimentación actual que los investigadores utilizan en biología vegetal es la planta Arabidopsis thaliana, de la que vamos conociendo muchos aspectos fisiológicos, moleculares y genéticos relacionados con su ciclo vital y reloj circadiano, aunque todavía es un camino por desvelar.