Botánica a lo bestia
Hace un año, en julio de 2019, desde el Jardín Botánico de Valencia de la Universitat de València me invitaron a impartir una charla, que titulé “Las Plantas en MAYÚSCULA”, dentro del ciclo “Ciència a la fresca” donde se combinaba la música y la divulgación científica; en mi caso, la botánica. Fue una tarde muy agradable donde compartimos con el público que nos acompañaba nuestra forma de transmitir la ciencia. Nos encontrábamos en un lugar privilegiado, la plaza de mi admirado botánico el segorbino Carlos Pau, dentro del propio Jardín. Esa tarde, nada hacía presagiar lo que hemos vivido desde entonces. A las puertas del mes de julio, rememoro esas sensaciones que compartí, junto con dos grandes Anna García y Andreu Escrivá y acompañados de la música de Cientambores y me llena de esperanza saber, que el Jardí Botànic de la Universitat de València ha vuelto a abrir sus puertas y que retoma de nuevo su actividad.
Me había comprometido a escribir bajo el lema Botánica a lo bestia y después de darle algunas vueltas a qué era lo más grande que han hecho las plantas en este planeta, lo tuve claro. El lector estará pensando: “nos va a hablar sobre los organismos más grandes” pero no es así porque, en mi opinión, la proeza más grande que se le debe atribuir a las plantas es, la VIDA tal y como la conocemos actualmente.
Cuando alguien se refiere a una planta, inmediatamente nos vienen a la cabeza las plantas terrestres, pero estas no son más que el resultado final de una cadena de eventos evolutivos que han ido sucediéndose a lo largo de millones de años y que comenzaron con algo terrible para la vida en ese momento, la presencia en la atmósfera de un gas mortal: el oxígeno.
Plantes pioneras
Vamos a empezar por el principio. Cuando iniciamos cualquier curso de Botánica general nuestra primera preocupación radica en delimitar de alguna forma el mundo vegetal. Desde la concepción aristotélica, allá por el siglo IV a. c., en la que los seres vivos se repartían en dos reinos, animal y vegetal, poco ha cambiado en el imaginario colectivo dicha percepción. Los científicos han ido estudiando e investigando las relaciones entre los seres vivos, con datos morfológicos, bioquímicos, e incluso en los últimos tiempos, con datos filogenéticos proporcionados por la biología molecular. Todos estos estudios nos han llevado a lo largo del tiempo a realizar cambios en la agrupación de los seres vivos. Así, en el siglo XIX, se pasó de la concepción aristotélica de dos reinos, a la aceptación de los tres propuestos por Ernst Haeckel (1834- 1919), tras el descubrimiento del mundo microscópico, gracias al impulso técnico favorecido por los aparatos ópticos que le debemos a Antonie van Leeuwenhoek (1632-1723) en el siglo XVII. Los trabajos de Robert H. Whittaker (1920-1980) y Lynn Margulis (1938-2011) ampliaron los reinos hasta cinco, ya bien entrado el siglo XX. Pero el siglo acabó con la consolidación de la propuesta de seis reinos de Thomas Cavalier-Smith (1942), basada en las, por entonces, nuevas técnicas moleculares, utilizadas para agrupar los seres vivos por afinidad.
Actualmente, ya ni siquiera se está trabajando con los reinos sino con las agrupaciones de organismos que tienen relaciones filogenéticas entre ellos y que tienen un antecesor común. Sin embargo, para conseguir nuestro propósito divulgativo daremos una definición poco ortodoxa pero válida y entendible: los vegetales agrupan a todos aquellos organismos que hacen la fotosíntesis oxigénica. Aquí se incluye una amalgama de líneas evolutivas en ocasiones muy lejanas, de organismos procariotas, eucariotas, pluricelulares, unicelulares. Una caterva de organismos diferentes, pero con algo en común: hacen la fotosíntesis y como resultado liberan oxígeno a la atmósfera
Entendamos, pues, la fotosíntesis como una reacción metabólica donde se convierte materia inorgánica en materia orgánica (alimento) en presencia de agua, cuya fuente de energía es la luz del sol y cuyo residuo es el oxígeno libre. Organismos que son capaces de fabricarse su alimento y que además oxigenan la atmósfera. Se puede afirmar, por tanto, que la fotosíntesis y los organismos que la hacen han sido los generadores de la vida que hoy conocemos. Por esta razón, las plantas son bestiales.
Hace alrededor de 2.700 millones de años, los primeros organismos fotosintéticos cambiaron la evolución de la vida, comenzaron a liberar oxígeno a la atmósfera primitiva, un gas tóxico que lo cambió todo y que, curiosamente, favoreció un aumento exponencial de la vida sobre la tierra. Estos primeros organismos son conocidos como cianófitos, cianofíceas o algas verde-azuladas, porque la mezcla de sus pigmentos fotosintéticos les confiere un color glauco (azul o verde turquesa): la mezcla del rojo, del azul y del verde (el color de los pigmentos ficoeritrina, ficocianina y clorofila, respectivamente).
Cuando la Microbiología se desgajó de la Botánica las cianofíceas pasaron a llamarse cianobacterias, pero la relación de estos antiguos pobladores, formadores de esta atmósfera oxidante, con las plantas es tan íntima, que cada una de ellas porta en cada una de sus células ese ADN ancestral. Según la teoría de la endosimbiosis, desarrollada por Lynn Margulis, las células eucariotas provienen de la simbiosis de varias células procariotas. Así explica la presencia de las mitocondrias, los flagelos y los plastos, surgidos a partir de cianófitos primitivos en eventos diferentes donde fueron literalmente “engullidos”, pero no digeridos, por otras células procariotas y tuvieron la suerte de ser capaces de fabricar su propio alimento y seguir oxidando esa atmósfera ahora generadora de vida. Esto ocurrió hace unos 2.000 millones de años. Eran las primeras células eucariotas que hacían la fotosíntesis.
En definitiva, “las fábricas de alimento” que conocemos como plastos (o también cloroplastos), tienen su origen en esas primeras sencillas células que oxidaron la atmósfera.
Pero volvamos de nuevo al medio acuático. Esas células eucariotas fueron evolucionando y adaptándose, tanto en el mar como en agua dulce, un medio óptimo para ellas, con un agua “oxigenada” que también era subproducto de su metabolismo; una explosión de diversidad, de organismos unicelulares a organismos pluricelulares, desarrollando complejos talos (cuerpo de estos organismo que no tienen una diferenciación funcional en sus tejidos), de reproducciones sencillas a la compleja reproducción sexual, ciclos de vida de dos y tres generaciones… ¡Era todo estupendo!
Es incomprensible que con lo bien que vivían dentro del agua las plantas quisieran salir de ella. Y a pesar de todo, hace unos 500 millones de años las plantas inician el camino que las llevó a salir del agua y a colonizar el medio terrestre, un medio tan hostil como es el medio aéreo. Un aspecto importante, quizá obvio pero que es necesario resaltar, es que sin plantas terrestres no habría grandes animales terrestres (incluyendo al ser humano), lo cual implica que las plantas iniciaron un proceso de diversificación en el medio hostil antes incluso que los animales: fueron las valientes pioneras.
La salida del agua ha sido un misterio para los científicos que han ido buscando organismos hermanos de aquellas valientes plantas primitivas que se lanzaron al abismo y postulando diferentes teorías para poder explicarla. La realidad es que debió de haber muchos intentos fallidos que desconocemos ya que solo dos modelos han llegado a nuestros días y éstos responden a dos grupos de organismo que salieron del agua con dos estrategias diferentes.
Durante mucho tiempo la concepción general era que las plantas provienen del mar, por muchas razones: la diversidad de algas es mayor en el mar que en el agua continental, había más candidatas, por los ciclos de vida etc. Pero, aunque menos apoyada, había otra teoría que situaba su origen en el agua dulce, incluso teníamos una candidata perfecta, un alga llamada Fritschiella. Ésta crece en aguas someras y tiene una parte apical y una parte basal, unos filamentos a modo de raicillas que la sujetan al sustrato; en definitiva, una estructura que recordaba mucho a las plantas terrestres. Pero cuando creíamos que teníamos a la hermana de nuestras plantas, vienen los científicos con la revolución de los análisis de ADN y de los estudios citoquímicos y demuestran que ésta no era la hermana. No obstante, nos dieron otros hermanos y hermanas también de aguas dulces y con las que parece que las relaciones son muy fuertes, como es el caso del alga Coleochaete.
Esta invasión del medio terrestre por parte de las plantas, a tenor de los fósiles existentes, ocurrió hace alrededor de 450 millones de años, aunque puede que fuera antes porque los cuerpos blandos no fosilizan. Y después de esto, de la mayor aventura vivida por las plantas, conquistar un medio hostil como es el terrestre, tuvieron que enfrentarse a otros escollos que solucionar: los procesos de transformación del cuerpo de las plantas a este nuevo medio, que ha durado esos 450 millones de años o más y que han sido verdaderamente bestiales, tal y como reza el título de este artículo.
En primer lugar, está la dependencia del agua. Muchas debieron ser las formas que adoptaron las plantas para intentar independizarse del medio acuático, pero actualmente, sólo dos modelos han llegado a nuestros días. Por una parte, el modelo “musgo”, con muchas deficiencias para independizarse realmente del medio acuático, pero con muchos aspectos dignos de valorar y reseñar de adaptación al medio terrestre, como puede ser la reviviscencia (se puede deshidratar casi completamente, aguantar en fase de latencia durante mucho tiempo y volver de nuevo a la actividad vital normal al rehidratarse).
Y, por otra parte, el modelo “helecho”, que tuvo más éxito por lo que respecta a la independencia del agua. Estas plantas desarrollaron una cutícula impermeable, capaz de conservar el agua dentro, aunque para ello tuvieron que generar una red de vasos conductores por todo su cuerpo, para que llegara el agua a toda la planta. Pero ¿de dónde iban a sacar el agua los helechos si eran impermeables y no la podían captar libremente? Pues tuvieron que ingeniárselas para crear unos tejidos absorbentes que les permitiesen tomar el agua del suelo y, a través de esos vasos conductores, poder llevarla a toda la planta. Y todo esto en contra de la gravedad, ya que tenían que estar erguidas para recibir la energía luminosa suficiente, lo cual consiguieron generando unos tejidos de sostén. Y por si todo esto no fuese suficiente, tuvieron que salvar un nuevo problema, conseguir contactar con el exterior siendo impermeable. Para ello generaron unas ventanas en su cuerpo por donde facilitaban el intercambio gaseoso durante el proceso de la fotosíntesis: las estomas, que se abren y se cierran según las necesidades de la planta. Así, con esta diferenciación de tejidos que cumplían funciones diferentes, comenzaron su andadura por el medio terrestre las plantas que hoy conocemos como cormófitos.
Otro problema añadido a la salida del agua de las plantas fue la radiación ultravioleta. La luz es fundamental para el proceso de la fotosíntesis, pero una elevada radiación ultravioleta es muy perjudicial. La capa de ozono, favorecida por las propias plantas, fue un aspecto crucial para su desarrollo, aunque posteriormente también han tenido otras adaptaciones, sobre todo bioquímicas, para evitar la ralentización, e incluso la inhibición de la fotosíntesis provocada por una radiación muy elevada.
Desde el punto de vista del cormo (del cuerpo) parecía que trabajando y mejorando evolutivamente todas estas líneas de actuación estaría todo resuelto. Pero aún quedaba por resolver una parte muy importante para la supervivencia de las especies: la reproducción.
Asegurarse la supervivencia
Hablaremos ahora de otra de las grandes maravillas de la evolución, un evento importantísimo para la conquista del medio en los dos modelos de los que hemos hablado antes: la aparición del embrión. Ninguna de las adquisiciones morfológicas que he citado en la evolución del cormo, eran necesarias viviendo dentro del agua. El embrión tampoco. En el agua, los gametos pueden nadar hasta encontrase con otros gametos, o con la ovocélula, unirse para formar un zigoto y germinar o formar una espora de resistencia que espere la época favorable. Pero fuera del agua, en el medio hostil, los gametos están perdidos. En tierra, el gameto femenino se hace grande y no sale de la planta madre a la espera de que llegue el gameto masculino, que en la mayoría de los casos es flagelado (un espermatozoide). Pero las plantas no se mueven como los animales, y eso también fue un escollo que sortear, por eso los primeros organismos del modelo más exitoso, el modelo cormófito, tuvieron difícil la reproducción. Y esta es la causa de que un grupo muy grande como los helechos, (en sentido amplio), que por sus propias adaptaciones morfológicas podrían haber sido independientes del agua ambiental, todavía necesitan esas gotas de agua que hacen de medio para facilitar el avance del espermatozoide hacia el gameto femenino, donde se produce la fecundación. El zigoto es retenido en la planta, convirtiéndose en un embrión que se alimenta de la madre hasta que puede valerse por sí mismo.
Grupos como las gimnospermas y los angiospermas salvaron esta dependencia del agua gracias a la reducción de sus ciclos de vida y a sus propias esporas. Pero ¿cómo llega el gameto masculino al femenino? Pues llega dentro del grano de polen, que se encarga de transportarlo, por el aire, por el agua, utilizando los insectos… La diversidad de formas que éste ha adoptado para llegar a su tesoro es inmensa, y todo para no depender del agua. Una vez encontrado genera un tubo que pone en contacto ambos gametos, un sistema que resulta muy efectivo, tanto, que los gametos masculinos en angiospermas (las más evolucionadas) no tienen flagelos porque no los necesitan.
Voy a terminar esta historia sobre cómo las plantas han tenido que ingeniárselas para poder vivir sobre el planeta con otra de las mejores adquisiciones que han generado: la semilla. De ella toman el nombre las espermatofitas, de esperma (semilla en griego), porque pensaban que en el esperma estaba el niño y que la madre era la tierra fértil donde crecía.
Las semillas son también un “invento bestial”. Una semilla no es ni más ni menos que una estructura con un embrión y una mochila llena de comida, que le proporciona la madre. Así, puede irse muy lejos y cuando encuentra un buen sitio, se instala y comienza a alimentarse de esta despensa hasta que puede empezar a hacer la fotosíntesis. De esta forma las plantas han podido desarrollarse lejos de las plantas madre y colonizar más espacios.
Podría estar hablando horas de la polinización, de la importancia de las micorrizas, de cómo una vez en tierra las plantas han podido ir adaptándose a los diferentes medios etc. Sin embargo, con este artículo tengo un único objetivo: que las personas que lo lean sepan que las plantas estuvieron antes, y que debemos respetarlas y darles la importancia que se merecen, porque sin ellas, la atmósfera sería un veneno para todos los animales (incluidos nosotros). Lo que les ha costado 2.700 millones de años, nosotros somos capaces de destruirlo en unos cuantos miles. Estos días de confinamiento la naturaleza nos ha dado una lección: hemos podido observar cómo en poco tiempo las plantas han ocupado los nichos que nosotros hemos dejado al quedarnos en casa, es decir, nos han demostrado que tienen la posibilidad de regenerar nuestro medio. Solo hay que dejarlas hacer.
Este artículo es un resumen de la conferencia impartida por la autora en el ciclo “Ciència a la fresca”, organizado por el Jardí Botànic de la Universitat de València en julio de 2019.