El acaparamiento de tierras
La tercera gran ola de deslocalización económica amenaza la biodiversidad vegetal a gran escala y cuestiona la supervivencia de las pequeñas comunidades locales de los países más pobres. Se trata de un fenómeno con apenas cinco años de vida que pretende garantizar el sustento alimenticio de los países más desarrollados y de las nuevas potencias emergentes en un escenario de superpoblación global.
Los 9.200 millones de habitantes que, previsiblemente, albergará el planeta en el año 2050 precisan de decisiones contundentes en materia de seguridad alimentaria. Está en juego la estabilidad económica y social a nivel mundial y la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) es consciente de ello. En 2008, el entonces director general de la FAO, Jacques Diouf, hacía un llamamiento a los líderes mundiales para reunir la cifra de 30 mil millones de dólares al año para erradicar el hambre en lo que denominó el “nuevo orden agrícola mundial”.
La estrategia consistiría en dotar, sobre todo, a los países más desfavorecidos de las infraestructuras rurales necesarias que les permitieran aumentar la productividad agrícola y reducir así la dependencia de otros países exportadores. Una opción factible, especialmente si la comparamos con la inversión realizada para reflotar el sistema financiero.
Sin embargo, no fue esta la lectura que hicieron grandes grupos inversores y Estados alrededor de todo el mundo ante la problemática del abastecimiento agrícola. Y es que se calcula que entre 80 y 227 millones de hectáreas de tierra cultivable han pasado a manos extranjeras en los últimos años con el beneplácito de los gobiernos locales, según la ONG Grain. Estas tierras se sitúan sobre todo en África y América Latina, pero también en Australia, Nueva Zelanda, Europa del este y Asia. La intención de los inversores, en su mayoría procedentes de poderosos países pequeños poco autosuficientes o muy densamente poblados como Corea del Sur, Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos, China o India, es la de transformar grandes extensiones de tierra, en muchas ocasiones completamente vírgenes, en su despensa particular para usar con fines especulativos.
Además de la conflictividad social y los desplazamientos que generan, estas prácticas, catalogadas por muchos expertos como “neocolonialistas”, comportan la merma prácticamente irrecuperable de la biodiversidad de las zonas transformadas. Especies vegetales y animales de incalculable valor ambiental son sustituidas por hectáreas de monocultivos de organismos genéticamente modificados cuyas patentes controlan un reducido grupo de empresas en todo el mundo, prohibiendo además la reutilización de sus semillas una vez realizada la cosecha.
Se trata de especies vegetales transgénicas tremendamente competitivas que acaban por homogeneizar la diversidad vegetal de la zona desplazando a las especies autóctonas. Este tipo de agricultura industrializada, que requiere de poca y muy puntual mano de obra, se hace incompatible con el modelo agrícola familiar de subsistencia que históricamente se ha venido practicando en las zonas expropiadas y por el que apuestan las principales organizaciones conservacionistas.
Contrariamente a lo que desde la clásica perspectiva de la cooperación internacional se ha venido defendiendo, la FAO no desaprueba la inversión agrícola privada a gran escala en países de rentas medias y bajas, eso sí, con condiciones. Se hace necesario un Estado y unas comunidades locales con la suficiente solidez como para negociar acuerdos que garanticen una inversión agrícola responsable en términos ambientales y socioeconómicos. De hecho, este organismo dependiente de las Naciones Unidas publicó recientemente una guía de buenas prácticas en la que recogía una serie de “principios para una inversión agrícola responsable”.
Resulta especialmente paradigmático el caso del empresario indio Ram Karuturi, propietario del grupo empresarial Karuturi Global Limited y dueño de más de 311.000 hectáreas de terreno solo en Etiopía dedicadas sobre todo a la producción de arroz y maíz. Karuturi es además el mayor comerciante de rosas del mundo, con una producción anual de 555 millones de flores al año en 292 hectáreas de invernaderos en Kenia que le han valido el sobrenombre de “El Rey de las Rosas”.
Por otro lado, no son sólo las necesidades estrictamente alimentarias las que promueven la compraventa a gran escala de grandes extensiones de tierra. La producción de biocombustibles como el etanol, de cuyo consumo es partidaria y fomenta la Unión Europea, está provocando el acaparamiento de tierras en países de rentas bajas para el cultivo, sobre todo, de palma aceitera y caña de azúcar. Estos cultivos, además, entran en competencia directa con las producciones agrícolas destinadas a la alimentación y, al menos en parte, se esconden detrás de las inesperadas fluctuaciones de precio en los productos alimenticios más básicos que han provocado episodios de hambruna en los últimos años.
Con todo esto, y como cabría esperar, sale a luz uno de los problemas más determinantes en el devenir de la alimentación mundial muy ligado al acaparamiento de tierras, el acaparamiento de agua. Además de la conflictividad a escala local que genera la disputa por el acceso a las fuentes de agua, en un sentido global y con la suma de las necesidades impuestas por el cultivo de agrocombustibles parece inviable garantizar el suministro de agua, sobre todo a las comunidades más indefensas, cada vez más desprotegidas y con menos medios.
Las soluciones a un problema de semejante envergadura no parecen a priori sencillas, aunque lo que sí que está claro es que deberían sostenerse en toda una serie de iniciativas interrelacionadas entre sí: demanda ciudadana tanto desde países acaparadores como acaparados para revertir la situación; empoderamiento de las comunidades campesinas de países de rentas bajas; fortalecimiento de las instituciones locales y estatales de los países que puedan ser objeto de compra masiva de terrenos; revisión de políticas a nivel europeo que puedan derivar en el acaparamiento de tierras fuera de la Unión, así como de las del resto de países con posibilidades… Mientras todo esto no ocurra, la biodiversidad del conjunto del planeta y la supervivencia de las pequeñas comunidades locales de los países más desfavorecidos parecen tener los días contados.